Ya lo habían habitado los probables antecesores del pueblo aónikenk, hace más de 9.000 años un grupo paleoindio pedestre que debió quedar anonadado con la inmensidad de esta escultura rocosa que emerge en medio de suelos esteparios, pero particularmente floriados.
En 1879 la inglesa aristócrata Florence Dixie junto a sus hermanos y esposo partieron a Magallanes como los primeros turistas de la región. Cabalgaron kilométricas distancias entre llanuras y un gélido clima, hasta encontrarse con las que bautizaron Agujas de Cleopatra, las que hoy en día conocemos como Torres del Paine.
Es que aquella denominación es parte de un paisaje de la realeza, el que ha traído personas de todas partes del mundo a admirar su virtuoso y elegante ecosistema, es el paisaje protagonista en el turismo de la región y de Chile. El paisaje postal, de la admiración, las historias y los recorridos.
Solo unos pocos pueden disfrutar el espectáculo visual de la Torres desde terrenos privados, aquellos que heredaron de los colonos privilegiados pedazos de tierra y que hoy en día disfrutan como telón de fondo a las antiguas Agujas de Cleopatra.
Geolectura
La corteza rocosa del planeta se engrosa y crece gracias al magma, roca fundida, caldo mineral rojo, que como la sangre en nuestro cuerpo se mueve en las profundidades, desde el centro hacia la superficie, desde la superficie hacia el centro.
En el encuentro con la fina corteza cortical, dura y fría, el magma encuentra resistencia. Caliente y menos denso busca incansable los recovecos, fracturas, fundiendo rocas más blandas para llegar quizás hasta la superficie, a conocer el azul cielo, y en un instante fugaz congelarse, volverse roca.
Pero a veces encuentra lugar a mitad de camino, una burbuja en equilibrio descansa kilómetros bajo tierra. Allí se enfría lentamente, tomándose el tiempo de mirarse a sí misma y dar forma a las infinitas caras, brillantes y cristalinas, la mejor versión de un complejo ser.